
Queridas amigas:
Me gustaría ser Charles Dickens para ambientar convenientemente la historia, totalmente real, que quiero contaros hoy.
Si fuera él, os mostraría una hermosa calle nevada en Navidad y una chica que camina, contemplando las distintas escenas familiares que transcurren en cada casa, y que puede observar a través de los empañados cristales. El frío en su rostro no es nada en comparación con el que siente en sus entrañas. Las estridentes risas de los niños, amortiguadas por los helados ventanales, se clavan en su vientre como puñales de hielo. Y, así, recorre la ciudad de camino a casa, apartando ya la mirada, con ese sentimiento, tan descorazonador como ambivalente, de quien adora lo que no tiene y siente que se desangra por dentro al recordar que no podrá tenerlo nunca. Y esa llegada a casa donde, con suerte, le recibe su pareja y su mascota en silencio. Ese silencio atronador que ya siempre será su compañero de vida.
Pero no soy Dickens ni esto es un cuento de Navidad, sino que podría ser la historia de muchas de nosotras, incluso la mía propia. Por suerte, hoy dejo a mi sueño dormido en brazos de su padre para poder dedicarle un rato a quienes no tienen, tuvieron o tendrán la misma suerte que yo. Sé que no son mayoría, pero son, seguramente, quienes más apoyo necesitan y más reconocimiento merecen.
En ocasiones, en nuestra pandy, vemos chicas que vienen y van. Algunas no cuentan su historia. Otras, sólo a grandes rasgos. Hay quien ni siquiera tiene fuerzas para despedirse y quienes lo hacen, pero en el último momento deciden quedarse a ayudar en lo que puedan. Son como pequeñas luciérnagas que sólo son visibles en determinados momentos para ayudar a quienes están donde ellas estuvieron años atrás.
Las redes sociales no nos dan todo el espacio que necesitamos para abrir nuestro corazón a esas chicas y decirles todo lo que sentimos. O hacernos esas preguntas que tantas veces me han inquietado: ¿Quién ayuda a esas chicas? ¿Las apoyamos lo suficiente? ¿Le brindamos nuestra comprensión o nos falta empatía hacia ellas porque no tenemos el valor suficiente para asomarnos a una realidad a la que da miedo mirar cara a cara?
Por eso, hoy, quiero contaros la historia de mi amiga invisibilizada, Noelia.
Si la valentía tuviera nombre propio, se llamaría como ella. Tendría su rostro, su risa y sus ganas de pelear para salir siempre adelante.
Noe es una mujer luchadora, honesta, sencilla, transparente… alguien a quien estoy muy orgullosa de poder llamar amiga.
También es una chica 007, por ese tipazo que tiene y porque 0,007 es el porcentaje probabilístico de toparte con una infección pélvica después de una punción folicular. Es de esas complicaciones que aparecen en el consentimiento informado y que, si eres lo suficientemente valiente como para leerlo con detenimiento, jamás pensarías que te va a pasar a ti. Seguramente fue cuestión de mala suerte, como ella misma dice. Puede que aquello hubiera dado la cara en cualquier momento de su vida… pero hizo su aparición estelar justo después de su primera transferencia.
Como muchas de nosotras, empezó siendo un caso «fácil». Sólo un poquito de factor masculino.
En la sanidad pública nadie había sospechado nada, pese a que uno de sus ovarios no era visible en ninguna de las ecografías que le realizaron.
Noe había pasado treinta interminables meses en lista de espera. Meses en los que no sólo perdió el tiempo. Perdió también un pilar fundamental en su vida y un punto de apoyo y consuelo insustituible: su madre.
Pero, como os decía hace un momento, todo se complicó con su primera FIV. A los cuatro días de haber transferido dos embriones a día 3, en plena betaespera, una infección pélvica la llevó a ingresar de urgencias para someterse a una laparoscopia. El diagnóstico de la doctora que la operó en aquel quirófano y extirpó el ovario izquierdo y su trompa correspondiente, fue demoledor. Habían descubierto una malformación en el útero, pero Noe, aun así, se levantó y volvió a intentarlo.
Cuando la sanidad pública decidió no agotar con ella el tercer intento, debido a su baja respuesta (3 y 2 ovocitos en cada punción), acudió con valentía a la sanidad privada y a la ovodonación. Sin lágrimas ni duelos, porque tenía muy claro lo que quería… ser madre.
Las esperanzas morían y revivían una y otra vez, hasta que una histeroscopia confirmó aquella malformación, tan importante que las consecuencias iban desde fallos de implantación y parto prematuro, hasta (en caso de embarazo) rotura del útero, hemorragia masiva y la muerte. No me imagino lo que tiene que ser escuchar semejante diagnóstico en la boca de tu médico. Devastador.
¿Cómo se asimila que ahí se acaba todo? Nos han hecho creer que con esfuerzo y tenacidad podemos conseguir aquello que nos propongamos. Sin embargo, hay historias que acaban de manera inesperada y sueños que siguen siendo inalcanzables por más que estires los dedos y te pongas de puntillas.
Y mi Noe, que nunca se había rendido ante la adversidad, estiró hasta el postrero milímetro de sus extremidades para hacer un último intento a pesar de aquel diagnóstico. Aquel era su último embrión y no se quedó.
Poco a poco, fue llegando al convencimiento de que había llegado al final. Por el camino una parte de sí misma se había perdido para siempre. Quizás su parte más soñadora, la más inocente… la que creía en que los cuentos siempre acaban comiendo perdices o capturando el arcoíris en un tarro de cristal. Aunque, mi Noe, tiene claro que ahora es una versión mejorada de sí misma y no querría volver a ser la de antes.
Aún siente el haberlo dejado como un fracaso, pese a saber que es totalmente injusta con ella misma. El viaje no ha acabado como esperaba, pero no porque no haya luchado lo suficiente, sino porque estaba fuera de su alcance. No hay fracaso cuando has peleado con todas tus fuerzas.
Y duele. Saber que no serás madre, duele como si miles de cristales afilados se clavaran en tu vientre y te atravesaran hasta el alma.
Pero también duele ver embarazadas y ecografías. Quizás porque son un recordatorio demasiado visual y la herida es demasiado reciente, aunque puede que no se cierre nunca.
En su trabajo, por más que las evite, es imposible dejar de cruzarse con madres futuras y recientes. Huelga decir que no les desea ningún mal, tan sólo evita mirarlas por si tuviera que esconderse, una vez más, a llorar. Imagino que, en esos momentos, las lágrimas heladas sobre su rostro le recuerdan que el lugar escogido no fue el más apropiado, pero no tiene otro que le dé más privacidad y le oculte de miradas curiosas.
Ha pasado más de un año y mi Noe cada día llora menos, aunque aún lo hace a diario. Imposible dejar de hacerlo cuando ese espacio vacío entre su cama y la pared le recuerda la ausencia que siempre tendrá en su vida.
Mi Noe mira los carritos de bebé cuando pasan por su lado. No puede evitarlo. Sin embargo, nunca mira dentro. Sólo los ve pasar de largo, como en su día lo hizo esa esperanza de ser madre que no llegó a realizarse.
Se ha sentido muy sola, aunque siempre ha tenido a su lado a su marido, cuidándola, apoyándola, respetándola… Pero, en su entorno, no ha encontrado el apoyo y la comprensión que tanto necesitaba. Es, como ella dice: “la pobre chica que se ha quedado sin hijos, que es molesta porque no encaja”.
Y la entiendo, porque tengo la triste sensación de que no sólo no encaja en una sociedad que está diseñada para tener hijos. Donde hasta el simple hecho de aparcar en el supermercado, te recuerda que tú no puedes usar las plazas preferentes para familias porque, en el dibujito marcado en el suelo, hay un carrito y unos niños firmemente dibujados en color blanco. Esos que tú no tienes y que transmiten la cruel e injusta idea, de que no tienes familia ¡Nada más lejos de la realidad!
Tengo la sensación de que la realidad de Noe, y otras como ella, también puede asustar a quienes están en un tratamiento de reproducción asistida. Que no hemos sido capaces de crear un lugar seguro para ellas, donde se sientan comprendidas en su dolor y en su duelo; respetadas, acompañadas, ayudadas… Me asalta ese pensamiento cuando veo que, cada año, se reabre el debate en Twitter sobre si hay que protegerlas de ecografías y fotos de embarazadas, por ejemplo, usando un simple hashtag. Cuando, en vez de comprenderlas, acompañarlas y entender su dolor, se cuestiona esta necesidad de protección e incluso se insinúa la maldad de quienes sienten que todas sus heridas vuelven a abrirse al ver una eco o una barriga de embarazada. Dicho de otra manera, las mandamos a su casa a llorar sus penas para volver cuando ya no necesiten el consuelo de nadie.
Estigmatizamos y negamos nuestro apoyo a quienes sufren la infertilidad como nosotras pero la viven desde el abismo más profundo… el de las pérdidas gestacionales o el de la cuna vacía. No sé si el hashtag consigue protegerlas como sería deseable, pero usar #infertilpreñis, #infertilmamis o #infertileco es, en gran medida, acordarnos de ellas y decirles: “Amiga, estoy aquí. Entiendo tu dolor y no quiero sumar más a él”.
Puedo sentir en su día a día las miradas sobre ella, las preguntas curiosas e impertinentes que la inquieren, con absoluta imprudencia, sobre la ausencia de hijos. Y lo que es peor, las miradas y comentarios acusatorios, tremendamente injustos y machistas, que la responsabilizan del futuro sin descendencia de su pareja. Y me imagino un dolor que sólo puede comprender quien ha pasado por la reproducción asistida y ha sentido, una o mil veces, el miedo de no conseguirlo nunca.
Casi puedo palpar el silencio y la invisibilidad que le han perseguido este tiempo. El ruido sordo de las llamadas que no se producen; de las preguntas que no se hacen por miedo a lidiar con lágrimas ajenas. Pero también la soledad de quien tiene que tragarse el dolor y callar por no molestar, por no incomodar con una realidad que asusta, por no generar malas energías para las demás…
Porque a veces puedes dejarte hasta el alma en el intento de ser madre y que tus brazos sigan vacíos. No es lo habitual, pero es una realidad innegable que en ocasiones sucede.
Ahora está mejor, porque, según me cuenta, las batallas de GIFs y los juegos en Twitter con las compañeras de la infertilpandy le han devuelto la risa. Vive en el presente y, aunque aún le cuesta mirar al futuro, se lo imagina tranquilo, disfrutando de la playa, su marido, su perrita, sus peces…
A quienes se están planteando dejar la reproducción asistida, les aconseja que «se tomen su tiempo y no tomen decisiones en caliente. Estas cosas hay que decidirlas con la cabeza bien fría».
Mi amiga Noe ha empezado a respirar algo de paz, dentro de toda la tormenta que ha padecido.
Tengo la certeza de que, de entre todas nosotras, quienes dejan la reproducción asistida son quienes más apoyo necesitan, porque no se acaba el dolor al dejar los tratamientos, sino que empieza una nueva etapa que requiere un nuevo duelo y una nueva aceptación.
Sé que otras que emprendieron antes el camino de Noe, se marcharon llenas de dolor. Me pregunto, no sin cierto sentimiento de culpa, por qué se fueron. Si es que acaso, no fuimos capaces de arropar a quienes mejor podemos comprender y cómo no hemos creado ya un espacio donde puedan sentirse seguras y protegidas.
La infertilpandy es un grupo de apoyo de mujeres y hombres con un denominador común: la infertilidad. Nadie mejor que nosotras para entenderlas, acompañarlas y hacerlas sentir como lo que son: las más valientes de todas las guerreras. Porque dejarse llevar por la inercia no requiere de tanta valentía como la necesaria para detenerse, aceptar y tomar un camino diferente en busca de nuevas metas.
A veces no se consigue el embarazo. Esto es una realidad que incomoda, pero no deja de ser, por menos probable, una de las posibilidades con que podemos encontrarnos en nuestro camino. Nadie como nosotras puede comprender el dolor que desgarra sus almas cada mañana al contemplar el vacío junto a sus camas. Ese espacio en el que, al girarse, deberían estar contemplando las caras de sus hijos plácidamente dormidos en las cunas, pero sólo alberga el vacío del abismo donde habitan los sueños rotos.
Por eso hoy esta entrada va por mi Noe, por Mari Carmen, por Esther, por Dori, por Ale… y por todas aquellas que nos han prestado su ayuda sin recibir nada a cambio. Sois las más desprendidas de todas las guerreras y vuestra luz no pasa desapercibida. Nuestras necesarias y amadas luciérnagas.
Mi total admiración y respeto hacia todas vosotras.
Aplausos….nada más que decir..
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Un millón de gracias, Caroli ❤️
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